“Cuando rechazamos la muerte lo que hacemos, realmente, es negarnos a vivir SIN futuro”, nos dice Ken Wilber.
Es cierto que los seres humanos (en especial en nuestra cultura occidental) tenemos tanto miedo a la muerte, que hemos tratado de eludirla y/o retrasarla de las maneras más variopintas, como si de esa manera pudiéramos olvidar que existe y que es manifestación clara del proceso de la vida.
Si no estuviéramos vivos, no podríamos morir. Cuando un niño nace, empieza a morirse. Esta verdad tan obvia es la que tratamos de ocultar, una y otra vez, manteniendo creencias como “pobrecito tiene cáncer, le han dado tres meses de vida”, “está en estado terminal, se puede morir en cualquier momento”.
Estas falacias nos hacen, como dice Wilber vivir en la ilusión de un futuro amplio -e incluso infinito- que retrasa lo inevitable e impredecible, puesto que cualquiera de nosotros, aún a pesar de la mayor salud, podemos morir en un instante.
Resulta muy curioso comprobar cómo nos valemos de una ilusión (la del tiempo) para espantar la ilusión de la muerte, puesto que lo que llamamos “muerte”, no es más que “vida” en el otro lado. Traspasado el velo, no es más que otro estadio de la conciencia.
Inmersos, inconscientemente, en la ilusión del futuro, ahuyentamos la conciencia del miedo que nos produce la incomprensión de la muerte. El ahora se diluye para convertirse en el mañana y en el ayer, como si sólo lo vivido y lo por vivir fuese auténtico, tuviera sentido.
Dice Wilber “como reclamamos un futuro, vivimos cada momento a la espera, insatisfechos, como de paso”. De esa forma la alegría del presente, el eterno ahora se nos escapa de las manos, sin conciencia, en la esperanza de que lo que vendrá será mejor.
Por eso la esperanza es un arma de doble filo, pues la mayoría de las veces nos quita la oportunidad de ponerle conciencia a la realidad, lo que evita aprender su lección, en la creencia de que “mañana” podrá superarse. Cuanta más ambición de este tipo, más miedo a la muerte. Por lo tanto la aceptación de la muerte, tiene que ver con la vivencia total del presente, el exprimir la realidad al 100% en TODAS sus características, estando preparada/o para que sea la última experiencia.
El miedo a la muerte, pues, no es más que miedo a la vida, ya que, el ser humano “quiere algo que circunde su presente para protegerlo de la muerte y por eso pone como fronteras el pasado y el futuro”. Esto ocurre porque la identificación (la propia identidad) se coloca, exclusivamente, a nivel del organismo: “soy mi cuerpo, luego si muere, dejo de ser”.
De acuerdo con el espectro (gradientes o niveles evolutivos) de Wilber, este estadio es el más primario en la escala de la conciencia y se trata de la demarcación originaria en la que el organismo se separa del medio por la piel “yo soy quien está de piel hacia dentro”. Así, creamos los opuestos: lo que soy y lo que no soy, y comienzan las fronteras y los conflictos.
Hay que decir que esta diferenciación es necesaria, al principio de la existencia, precisamente para la creación del ego, que después, a medida que avanza en la evolución de la conciencia, se trascenderá a sí mismo y se expandirá, unificando los opuestos, esta vez no desde lo prepersonal, sino desde lo transpersonal.
Hoy por hoy, un gran porcentaje de la humanidad se encuentra, aún, en el nivel de conciencia primaria. No obstante, hay que añadir con alegría, como diría David Spangler y James Redfield que estamos en un momento histórico en el que la conciencia se está abriendo camino a nivel global, más clara y profundamente que en ninguna otra época. Nuestro reto, entonces, es individual, siendo conscientes de que somos también parte de lo colectivo.
Si yo me ilumino (es decir, amplío mi nivel de conciencia hasta la unidad, integrando por tanto los opuestos), estoy contribuyendo a que haya más Luz en el mundo. No desde el ego (“yo” lo he hecho), sino desde la conciencia de que el mar es la unión de miriadas de gotas de agua.